Amarradoiro. Castro de Troña
En el repertorio de piezas de lo que se conoce como elementos arquitectónicos dentro de la plástica castreña: dinteles, jambas, frisos y quicios, los amarradoiros son una de las creaciones más singulares. Son piezas realizadas en granito en forma de brazo cerrado en ángulo obtuso, con una de sus partes destinada a ajustar en un muro, y la otra, la mejor trabajada, a sobresalir de la pared. La parte que encaja tiene, habitualmente, forma de paralelepípedo irregular; y a otra, la visible, suele estar trabajada y presentar cierta decoración.
El amarradoiro que hoy nos ocupa tiene un brazo transversal y otro ascendente. Éste no arranca directamente del codo, haciendo ángulo, sino que se incurva bastante hacia abajo antes de comenzar la subida. Está decorado por los laterales y por el frente ascendente con un tema de losange o rombos concatenados que se juntan, todos ellos, en el final de la pieza, semejando una serpiente. Apareció en el castro de Troña en el año 1929, en las excavaciones dirigidas por Luis Pericot García y Florentino López Cuevillas.
Aunque estos utensilios fueron considerados amarradoiros para atar al ganado, o colgadores, el arqueólogo José Suárez Otero, en recientes investigaciones, propone que los amarradoiros, objetos que se encuentran con cierta frecuencia en yacimientos de la Edad del Hierro, serían exvotos que se ofrecían como conmemoración de un voto o promesa por alguna gracia recibida, vinculados al mundo de la ceremonia y el culto. Aquellos que tienen una decoración más compleja o zoomorfa podrían condensar el significado que para su economía, para su forma de vida y para sus creencias suponían los animales. Con su representación y ofrenda les protegerían y encomendarían a la divinidad.